El autor confecciona sus relatos con frases sencillas bien construidas, con párrafos que arrancan a menudo con el mismo sujeto, con muchos puntos y aparte que facilitan la lectura. Elige también unos argumentos engañosamente simples que desarrolla con pausa y acentos poéticos. Con esas armas consigue penetrantes análisis de los sentimientos y eleva el nivel lector por encima de lo que una lectura superficial, y el juicio de quienes agrupan los libros infantiles por colecciones y edades, atribuirían a cuentos cortos como los de Algunos niños, tres perros y más cosas, o a historias algo más largas como las seleccionadas aquí.
En concreto, Un tiesto lleno de lápices es una extraordinaria e infrecuente narración sobre una vida familiar «normal», en la que lo que importa es la vida cotidiana: «En casa todo son vulgaridades, pescado para comer los viernes y deliciosas croquetas de queso para el postre los domingos. Con este material no se puede hacer nada que merezca la pena», confiesa un desalentado aspirante a escritor, que sin embargo toca el corazón cuando habla de su padre, un manazas, que no lo sabe todo, que algunos consideran excéntrico porque le gusta «trotar con Nuria sobre los hombros jugando a ser un caballito de madera». O cuando indica que «podría escribir diez o doce libros enormes hablando sólo de mamá», una chica que de joven quería ser mamá y otra cosa... pero que «rompió todos sus proyectos cuando nació Nuria»; y es que «mamá es una mujer muy valiente. Nadie lo diría viéndola freír croquetas. No es pequeña, sólo lo parece». O cuando habla de Golo, su pato enorme y poco amable, y de sus hermanos Marta y Pablo... Y, sobre todo, cuando se refiere a Nuria, que con un jersey de siete franjas de siete colores, «al pie del cerezo, debajo del paraguas negro, contra el gris de la lluvia que ya se viene sobre la mar, parece un arco iris agazapado».
El hijo del jardinero tiene un hilo argumental y tono parecidos a los de Un tiesto lleno de lápices. Aunque los comentarios del narrador acerca de su familia son positivos, y en todo momento predominan el afecto y el agradecimiento hacia sus padres, no deja de señalar cómo a veces discuten:
«No me gusta que discutan.
Cuando papá y mamá discuten, yo me encierro en mi cuarto, me tapo la cara y los oídos, meto un dedo en cada oído y aun así oigo y no quiero oír.
La culpa siempre la tiene algo que nos hace falta y no podemos tener».
Un cesto lleno de palabras es ¿sólo? un pretexto para ofrecer escenas y diálogos en las que abundan descripciones y frases poéticas sencillas y felices, que también son óptimas para ser leídas en voz alta. Por ejemplo: «Nieve es una palabra leve, que se escribe con v y hay que dejarla caer, despacio, a que no haga ruido al posarse en el suelo». O una respuesta precisa para una pregunta oportuna:
«—¿Qué es la melancolía, abuelo?
—Una tristeza que no tiene prisa —dijo el abuelo».
Fueron tiempos difíciles y felices
En los párrafos finales de El hijo del jardinero se resumen así los sentimientos del adulto narrador:
«Fueron tiempos difíciles, lo sé, me lo contaron y algo recuerdo, tengo los cuadernos y la memoria.
Hablo de los tiempos en que yo aún era niño, y tu padre quizá aún no había nacido. [...]
No era obligatorio ir a la escuela y muchos no sabían leer ni escribir su nombre. En casa hubo problemas, pero yo era niño, tenía un hermano y nos defendían: papá y mamá nos defendían. Por eso, fueron tiempos felices y pude vivir sin tenerle miedo a casi nada, ni al rayo que me parta, ni a las personas solitarias y rotas, ni a los que decían: “Tú no sabes con quién estás hablando”.
Muchas veces ni siquiera le tuve miedo a la oscuridad, que se escribía “obscuridad” o era una falta en el dictado».
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