QUIEN NO TE CONOZCA QUE TE COMPRE
(Cuentos y chascarrillos andaluces)
No nos atrevemos a asegurarlo, pero nos parece y querernos suponer que el tío Cándido fue natural y vecino de la ciudad de Carmona.
Tal vez el cura que le bautizó no le dio el nombre de Cándido en la pila, sino que después todos cuantos le conocían y trataban le llamaron Cándido porque lo era en extremo. En todos los cuatro reinos de Andalucía no era posible hallar sujeto más inocente y sencillote.
El tío Cándido tenía además muy buena pasta.
Era generoso, caritativo y afable con todo el mundo. Como había heredado de su padre una haza, algunas aranzadas de olivar y una casita en el pueblo, y como no tenía hijos, aunque estaba casado, vivía con cierto desahogo.
Con la buena vida que se daba se había puesto muy lucio y muy gordo.
Solía ir a ver su olivar, caballero en un hermosísimo burro que poseía; pero el tío Cándido era muy bueno, pesaba mucho, no quería fatigar demasiado al burro y gustaba de hacer ejercicio para no engordar más. Así es que había tomado la costumbre de hacer a pie parte del camino, llevando el burro detrás asido del cabestro.
Ciertos estudiantes sopistas le vieron pasar un día en aquella disposición, o sea a pie, cuando iba ya de vuelta para su pueblo.
Iba el tío Cándido tan distraído que no reparó en los estudiantes.
Uno de ellos, que le conocía de vista y de nombre y sabía sus cualidades, informó de ellas a sus compañeros y los excitó a que hiciesen al tío Cándido una burla.
El más travieso de los estudiantes imaginó entonces que la mejor y la más provechosa sería la de hurtarle el borrico. Aprobaron y hasta aplaudieron los otros, y puestos todos de acuerdo, se llegaron dos en gran silencio, aprovechándose de la profunda distracción del tío Cándido, y desprendieron el cabestro de la jáquima. Uno de los estudiantes se llevó el burro, y el otro estudiante, que se distinguía por su notable desvergüenza y frescura, siguió al tío Cándido con el cabestro asido en la mano.
Cuando desaparecieron con el burro los otros estudiantes, el que se había quedado asido al cabestro tiró de él con suavidad. Volvió el tío Cándido la cara y se quedó pasmado al ver que en lugar de llevar el burro llevaba del diestro a un estudiante.
Éste dio un profundo suspiro, y exclamó:
-Alabado sea el Todopoderoso.
Por siempre bendito y alabado, -dijo el tío Cándido.
Y el estudiante prosiguió:
-Perdóneme usted, tío Cándido, el enorme perjuicio que sin querer le causo. Yo era un estudiante pendenciero, jugador, aficionado a mujeres y muy desaplicado. No adelantaba nada. Cada día estudiaba menos. Enojadísimo mi padre me maldijo, diciéndome: eres un asno y debieras convertirte en asno.
Dicho y hecho. No bien mi padre pronunció la tremenda maldición, me puse en cuatro pies sin poderlo remediar y sentí que me salía rabo y que se me alargaban las orejas. Cuatro años he vivido con forma condición asnales, hasta que mi padre, arrepentido de su dureza, ha intercedido con Dios por mí, y en este mismo momento, gracias sean dadas a su Divina Majestad, acabo de recobrar mi figura y condición de hombre.
Mucho se maravilló el tío Cándido de aquella historia, pero se compadeció del estudiante, le perdonó el daño causado y le dijo que se fuese a escape a presentarse a su padre y a reconciliarse con él.
No se hizo de rogar el estudiante, y se largó más que deprisa, despidiéndose del tío Cándido con lágrimas en los ojos y tratando de besarle la mano por la merced que le había hecho.
Contentísimo el tío Cándido de su obra de caridad se volvió a su casa sin burro, pero no quiso decir lo que le había sucedido porque el estudiante le rogó que guardase el secreto, afirmando que si se divulgaba que él había sido burro lo volvería a ser o seguiría diciendo la gente que lo era, lo cual le perjudicaría mucho, y tal vez impediría que llegase a tomar la borla de Doctor, como era su propósito.
Pasó algún tiempo y vino el de la feria de Mairena.
El tío Cándido fue a la feria con el intento de comprar otro burro.
Se acercó a él un gitano, le dijo que tenía un burro que vender y le llevó para que le viera.
Qué asombro no sería el del tío Cándido cuando reconoció en el burro que quería venderle el gitano al mismísimo que había sido suyo y que se había convertido en estudiante. Entonces dijo el tío Cándido para sí:
-Sin duda que este desventurado, en vez de aplicarse, ha vuelto a sus pasadas travesuras, su padre le ha echado de nuevo la maldición y cátale allí burro por segunda vez.
Luego, acercándose al burro y hablándole muy quedito a la oreja, pronunció estas palabras, que han quedado como refrán:
-Quien no te conozca que te compre.
http://albalearning.com/audiolibros/valera_quiennoteconozca.html
Juan Valera
martes, 15 de noviembre de 2011
viernes, 11 de noviembre de 2011
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal*».
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
«i Ya verás cuando vayas a la escuela»
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua un ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo**. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la
*En gallego, gorrión. (N. de la T.)
**En castellano en el original.
Manuel Rivas
La lengua de las mariposas
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal*».
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
«i Ya verás cuando vayas a la escuela»
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua un ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo**. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la
*En gallego, gorrión. (N. de la T.)
**En castellano en el original.
Manuel Rivas
La lengua de las mariposas
Verdad de verdad si pinocho nos dijo
Poesía
Edgar Allan García
Verdad de verdad
si pinocho nos dijo
la verdad
peter pan era mayor
de edad
no fue el loco mambrú
a la guerra
ni el famoso aladino entró
a la cueva
era un perro con botas
no gato
y era feo el gran buitre
no el pato
el zapatito de cristal
se rompió
y con la bruja el príncipe
se casó
el lobo feliz era amigo
de la abuela
y la tal caperucita
una locuela
la bella fue la bestia
del cuento
y la que tanto dormía
un esperpento
¿blanca como la nieve?
linda mulata
¿y el príncipe azul?
toda una lata
soplaron los tres chanchitos
para derribar mi versión
y este problema... digo, este poema
a su fin llegó.
Edgar Allan García
Verdad de verdad
si pinocho nos dijo
la verdad
peter pan era mayor
de edad
no fue el loco mambrú
a la guerra
ni el famoso aladino entró
a la cueva
era un perro con botas
no gato
y era feo el gran buitre
no el pato
el zapatito de cristal
se rompió
y con la bruja el príncipe
se casó
el lobo feliz era amigo
de la abuela
y la tal caperucita
una locuela
la bella fue la bestia
del cuento
y la que tanto dormía
un esperpento
¿blanca como la nieve?
linda mulata
¿y el príncipe azul?
toda una lata
soplaron los tres chanchitos
para derribar mi versión
y este problema... digo, este poema
a su fin llegó.
sábado, 5 de noviembre de 2011
La jirafa Rafa
La jirafa Rafa tenía la cabeza en las nubes, ignorante del ruiseñor que se le acercaba. Estaba probando las últimas hojas de las ramas más altas de una encina centenaria cuando el ruiseñor Señor se posó en una de las ramitas que estaba a punto de tragarse, muy cerca de sus orejas, y la saludó así:
-¡Tú, jirafa Rafa!
Abre las orejas
que no quiero quejas
si sólo oyes rejas
en vez de oír orejas.
porque tú te dejas
medias palabrejas
y desemparejas
todas las madejas
y dejas perplejas
hasta a las conejas
que comen lentejas...
¡Tú, jirafa Rafa!
¿Sabes que mi amiga,
que es la hormiga Miga,
no ve lo diverso
que es el universo?
La jirafa Rafa movió las orejas, miró con sorpresa al ruiseñor y respondió:
-¡Qué bien hablas en verso!
-Mi amiga es tan bajita
que, pobre, necesita
subir a lo más alto
sin ningún sobresalto.
-¿Podrá subir tan alto?
-No tiene más remedio.
-¿Dices que tiene un medio?
-Me ha pedido un amigo
que la suba conmigo
y, más que pedir, reza
estar en tu cabeza.
Es tan leve su peso
que será como un beso
.
-¡Uy, qué bien! ¡Eso, eso...!
-¿Entonces qué le digo?
¿Puede subir conmigo?
A ver si lo consigo
.
¿Puedo contar contigo?
-Me importa más que un higo.
-¿Tú lo ves bien así?
-Ya te he dicho que sí.
Y con el sí de la jirafa, salió el ruiseñor volando hacia el suelo, donde lo esperaban ansiosos la hormiga Miga y sus amigos.
Emili Teixidor
El Barco de vapor
SM
-¡Tú, jirafa Rafa!
Abre las orejas
que no quiero quejas
si sólo oyes rejas
en vez de oír orejas.
porque tú te dejas
medias palabrejas
y desemparejas
todas las madejas
y dejas perplejas
hasta a las conejas
que comen lentejas...
¡Tú, jirafa Rafa!
¿Sabes que mi amiga,
que es la hormiga Miga,
no ve lo diverso
que es el universo?
La jirafa Rafa movió las orejas, miró con sorpresa al ruiseñor y respondió:
-¡Qué bien hablas en verso!
-Mi amiga es tan bajita
que, pobre, necesita
subir a lo más alto
sin ningún sobresalto.
-¿Podrá subir tan alto?
-No tiene más remedio.
-¿Dices que tiene un medio?
-Me ha pedido un amigo
que la suba conmigo
y, más que pedir, reza
estar en tu cabeza.
Es tan leve su peso
que será como un beso
.
-¡Uy, qué bien! ¡Eso, eso...!
-¿Entonces qué le digo?
¿Puede subir conmigo?
A ver si lo consigo
.
¿Puedo contar contigo?
-Me importa más que un higo.
-¿Tú lo ves bien así?
-Ya te he dicho que sí.
Y con el sí de la jirafa, salió el ruiseñor volando hacia el suelo, donde lo esperaban ansiosos la hormiga Miga y sus amigos.
Emili Teixidor
El Barco de vapor
SM
Mi padre y yo nos fuimos al zoo.
-Bueno -le dijo el cajero a mi padre-, usted mismo también es una atracción.
-Sí -dijo mi padre.
Mi padre es tan alto como la jirafa más alta. Allí es donde fuimos primero.
Él se puso cerca de la valla.
-¡Hola, jirafas! -exclamó.
Ellas se le acercaron y le miraron con grandes ojos.
« ¡Qué jirafa más rara!», pensaron. Eso era evidente. «No tiene ninguna mancha, ni cuernecillos, ni el cuello largo, ni pezuñas, y a pesar de todo eso es una jirafa...»
Pero mi padre no es en absoluto una jirafa. Mi padre es una persona.
Una persona muy alta. Y él es sobre todo, por encima de todo, y en primer lugar, mi padre.
Vimos muchos animales. No voy a contar nada más sobre ellos, porque todo el mundo los conoce.
Pero, cuando ya casi íbamos a volver a casa, oímos un enorme griterío.
La gente corría en todas direcciones.
-¡Un elefante! -gritaban-. ¡Un elefante!
Un gran elefante gris venía corriendo hacia nosotros. Yo estaba detrás de mi padre, en medio del camino. Todos los visitantes habían desaparecido entre los arbustos o habían trepado rápidamente a los árboles.
Mi padre se quedó inmóvil. El elefante corría, barritaba, sacudía las orejas y parecía que iba a chocarse contra mi padre. Pero, cuando estaba cerca de él, preparó sus patas, frenó y se quedó quieto.
Tenía los ojos cerca de los de mi padre. Yo miré hacia arriba desde detrás de su rodilla.
-Bien... elefante -dijo mi padre-: ¡Hay que ver qué prisa tienes de repente!
El elefante no contestó, por supuesto. Podría haberme inventado algo, pero no lo voy a hacer.
-¿Acaso te ibas a África? ¿Querías irte a casa? -le preguntó mi padre-. Bueno, lo podría comprender... andar entre la alta hierba... beber en el río... morder la corteza de los árboles... dormir con otros diez o veinte a la vez...
A mí también me pareció muy triste de pronto que el elefante estuviera siempre tras una cerca.
Y entonces dijo mi padre (y yo siempre, siempre querré a mi padre después de aquel día):
-¡Acompáñame!
Cogió al elefante por la trompa y salieron así del zoológico. Nadie se atrevió a aparecer. El cajero, aquel que había dicho que mi padre era una atracción, se quedó temblando un poco después entre las pesetas y los cinco duros; no se le podía ver, pero sí oí el tintineo.
Yo caminaba detrás del elefante, le cogía por el rabo.
De esta forma íbamos por la calle a la salida del zoo. La gente se apartaba cambiando de dirección, los coches se metían en bocacalles o se subían a las aceras. Teníamos la carretera para nosotros solos.
Nos fuimos andando hasta el aeropuerto. Allí nos metimos en un pequeño avión. El elefante se quedó en una especie de bodega. Yo me senté en una butaca, mi padre en otra que estaba tras la palanca de mando. Despegó y volamos directamente a África.
Aterrizamos en alguna parte entre la alta hierba. Hacía mucho calor.
Mi padre abrió la puerta del avión.
-Bien, elefante -dijo él-: Hemos llegado.
Había arbustos y árboles chatos con espinas, y fluía un río.
El elefante salió del avión, guiñó un ojo y se quedó parado un momento.
Luego dio un mordisco a la hierba, y un poco después otro a una corteza. Barritaba. Y en la lejanía contestaron barritando. Levantó las orejas y la trompa y se marchó corriendo sin mirar atrás ni una sola vez.
Volvimos volando a casa.
El avión olía a elefante y mis manos también. Incluso cuando ya estábamos en casa. Era un olor muy especial. Olor a elefante. Yo lo volvía a aspirar una y otra vez.
Toon Tellegen
Mi padre
-Sí -dijo mi padre.
Mi padre es tan alto como la jirafa más alta. Allí es donde fuimos primero.
Él se puso cerca de la valla.
-¡Hola, jirafas! -exclamó.
Ellas se le acercaron y le miraron con grandes ojos.
« ¡Qué jirafa más rara!», pensaron. Eso era evidente. «No tiene ninguna mancha, ni cuernecillos, ni el cuello largo, ni pezuñas, y a pesar de todo eso es una jirafa...»
Pero mi padre no es en absoluto una jirafa. Mi padre es una persona.
Una persona muy alta. Y él es sobre todo, por encima de todo, y en primer lugar, mi padre.
Vimos muchos animales. No voy a contar nada más sobre ellos, porque todo el mundo los conoce.
Pero, cuando ya casi íbamos a volver a casa, oímos un enorme griterío.
La gente corría en todas direcciones.
-¡Un elefante! -gritaban-. ¡Un elefante!
Un gran elefante gris venía corriendo hacia nosotros. Yo estaba detrás de mi padre, en medio del camino. Todos los visitantes habían desaparecido entre los arbustos o habían trepado rápidamente a los árboles.
Mi padre se quedó inmóvil. El elefante corría, barritaba, sacudía las orejas y parecía que iba a chocarse contra mi padre. Pero, cuando estaba cerca de él, preparó sus patas, frenó y se quedó quieto.
Tenía los ojos cerca de los de mi padre. Yo miré hacia arriba desde detrás de su rodilla.
-Bien... elefante -dijo mi padre-: ¡Hay que ver qué prisa tienes de repente!
El elefante no contestó, por supuesto. Podría haberme inventado algo, pero no lo voy a hacer.
-¿Acaso te ibas a África? ¿Querías irte a casa? -le preguntó mi padre-. Bueno, lo podría comprender... andar entre la alta hierba... beber en el río... morder la corteza de los árboles... dormir con otros diez o veinte a la vez...
A mí también me pareció muy triste de pronto que el elefante estuviera siempre tras una cerca.
Y entonces dijo mi padre (y yo siempre, siempre querré a mi padre después de aquel día):
-¡Acompáñame!
Cogió al elefante por la trompa y salieron así del zoológico. Nadie se atrevió a aparecer. El cajero, aquel que había dicho que mi padre era una atracción, se quedó temblando un poco después entre las pesetas y los cinco duros; no se le podía ver, pero sí oí el tintineo.
Yo caminaba detrás del elefante, le cogía por el rabo.
De esta forma íbamos por la calle a la salida del zoo. La gente se apartaba cambiando de dirección, los coches se metían en bocacalles o se subían a las aceras. Teníamos la carretera para nosotros solos.
Nos fuimos andando hasta el aeropuerto. Allí nos metimos en un pequeño avión. El elefante se quedó en una especie de bodega. Yo me senté en una butaca, mi padre en otra que estaba tras la palanca de mando. Despegó y volamos directamente a África.
Aterrizamos en alguna parte entre la alta hierba. Hacía mucho calor.
Mi padre abrió la puerta del avión.
-Bien, elefante -dijo él-: Hemos llegado.
Había arbustos y árboles chatos con espinas, y fluía un río.
El elefante salió del avión, guiñó un ojo y se quedó parado un momento.
Luego dio un mordisco a la hierba, y un poco después otro a una corteza. Barritaba. Y en la lejanía contestaron barritando. Levantó las orejas y la trompa y se marchó corriendo sin mirar atrás ni una sola vez.
Volvimos volando a casa.
El avión olía a elefante y mis manos también. Incluso cuando ya estábamos en casa. Era un olor muy especial. Olor a elefante. Yo lo volvía a aspirar una y otra vez.
Toon Tellegen
Mi padre
Cuentos infantiles Había una vez una gallina roja llamada Marcelina
Cuentos infantiles
Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una granja rodeada de muchos animales. Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con muchas gallinas. Había en la granja también una familia de granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
-¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? les preguntó.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, pues lo sembraré yo, dijo la gallinita.
Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta.
-¿Quién me ayudará a segar el trigo? preguntó la gallinita roja.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo, exclamó Marcelina.
Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros:
-¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo trillaré yo.
Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
-¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo, contestó Marcelina.
Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
- Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? volvió a preguntar la gallinita roja.
-¡Yo, yo! dijo el pato.
-¡Yo, yo! dijo el gato.
-¡Yo, yo! dijo el perro.
-¡Pues NO os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina. Me la comeré yo, con todos mis hijos. Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos
Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una granja rodeada de muchos animales. Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con muchas gallinas. Había en la granja también una familia de granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
-¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? les preguntó.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, pues lo sembraré yo, dijo la gallinita.
Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta.
-¿Quién me ayudará a segar el trigo? preguntó la gallinita roja.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo, exclamó Marcelina.
Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros:
-¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo trillaré yo.
Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
-¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo, contestó Marcelina.
Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
- Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? volvió a preguntar la gallinita roja.
-¡Yo, yo! dijo el pato.
-¡Yo, yo! dijo el gato.
-¡Yo, yo! dijo el perro.
-¡Pues NO os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina. Me la comeré yo, con todos mis hijos. Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos
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