-Bueno -le dijo el cajero a mi padre-, usted mismo también es una atracción.
-Sí -dijo mi padre.
Mi padre es tan alto como la jirafa más alta. Allí es donde fuimos primero.
Él se puso cerca de la valla.
-¡Hola, jirafas! -exclamó.
Ellas se le acercaron y le miraron con grandes ojos.
« ¡Qué jirafa más rara!», pensaron. Eso era evidente. «No tiene ninguna mancha, ni cuernecillos, ni el cuello largo, ni pezuñas, y a pesar de todo eso es una jirafa...»
Pero mi padre no es en absoluto una jirafa. Mi padre es una persona.
Una persona muy alta. Y él es sobre todo, por encima de todo, y en primer lugar, mi padre.
Vimos muchos animales. No voy a contar nada más sobre ellos, porque todo el mundo los conoce.
Pero, cuando ya casi íbamos a volver a casa, oímos un enorme griterío.
La gente corría en todas direcciones.
-¡Un elefante! -gritaban-. ¡Un elefante!
Un gran elefante gris venía corriendo hacia nosotros. Yo estaba detrás de mi padre, en medio del camino. Todos los visitantes habían desaparecido entre los arbustos o habían trepado rápidamente a los árboles.
Mi padre se quedó inmóvil. El elefante corría, barritaba, sacudía las orejas y parecía que iba a chocarse contra mi padre. Pero, cuando estaba cerca de él, preparó sus patas, frenó y se quedó quieto.
Tenía los ojos cerca de los de mi padre. Yo miré hacia arriba desde detrás de su rodilla.
-Bien... elefante -dijo mi padre-: ¡Hay que ver qué prisa tienes de repente!
El elefante no contestó, por supuesto. Podría haberme inventado algo, pero no lo voy a hacer.
-¿Acaso te ibas a África? ¿Querías irte a casa? -le preguntó mi padre-. Bueno, lo podría comprender... andar entre la alta hierba... beber en el río... morder la corteza de los árboles... dormir con otros diez o veinte a la vez...
A mí también me pareció muy triste de pronto que el elefante estuviera siempre tras una cerca.
Y entonces dijo mi padre (y yo siempre, siempre querré a mi padre después de aquel día):
-¡Acompáñame!
Cogió al elefante por la trompa y salieron así del zoológico. Nadie se atrevió a aparecer. El cajero, aquel que había dicho que mi padre era una atracción, se quedó temblando un poco después entre las pesetas y los cinco duros; no se le podía ver, pero sí oí el tintineo.
Yo caminaba detrás del elefante, le cogía por el rabo.
De esta forma íbamos por la calle a la salida del zoo. La gente se apartaba cambiando de dirección, los coches se metían en bocacalles o se subían a las aceras. Teníamos la carretera para nosotros solos.
Nos fuimos andando hasta el aeropuerto. Allí nos metimos en un pequeño avión. El elefante se quedó en una especie de bodega. Yo me senté en una butaca, mi padre en otra que estaba tras la palanca de mando. Despegó y volamos directamente a África.
Aterrizamos en alguna parte entre la alta hierba. Hacía mucho calor.
Mi padre abrió la puerta del avión.
-Bien, elefante -dijo él-: Hemos llegado.
Había arbustos y árboles chatos con espinas, y fluía un río.
El elefante salió del avión, guiñó un ojo y se quedó parado un momento.
Luego dio un mordisco a la hierba, y un poco después otro a una corteza. Barritaba. Y en la lejanía contestaron barritando. Levantó las orejas y la trompa y se marchó corriendo sin mirar atrás ni una sola vez.
Volvimos volando a casa.
El avión olía a elefante y mis manos también. Incluso cuando ya estábamos en casa. Era un olor muy especial. Olor a elefante. Yo lo volvía a aspirar una y otra vez.
Toon Tellegen
Mi padre
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